10 de diciembre de 2022

El día que no cambié, entendí.

Foto de los años ´80: El este soviético monocorde y militarizado. Al otro lado el este colorido y sin guardias.

 

“Dicen que viajando se fortalece el corazón” cantaba Lito Nebia. Y es cierto. Siempre dije que la vida me enseñó que la mejor manera de aprender es viajar, y no leer un libro como muchos dicen porque, bueno, podés leer “Mi lucha” o alguna otra porquería manipuladora o adoctrinante. En cambio, viajar es tu propia experiencia. Hablar con personas, probar comidas, informarte de primera mano la historia, ver por vos mismo qué sienten los que habitan otras ciudades, otros pueblos.

Y así llegué a Berlín en aquel enero de 2019, con la ansiedad de quien pisa por primera vez una ciudad que es símbolo de la historia del siglo XX. Fue mi segunda visita al viejo continente, cuna de nuestra cultura occidental en compañía de Paula, mi pareja de entonces. El frío del invierno europeo se mezclaba con la emoción de caminar por calles que habían sido escenario de guerras, divisiones y reconciliaciones. Con la emoción de caminar las calles que habían visto cambiar la escena musical del mundo en aquellos convulsionados ´80. Apenas bajé del avión, sentí que estaba entrando en un museo vivo, donde cada esquina guarda una historia y cada edificio es testigo de un pasado que todavía late.

Mis primeros pasos me llevaron a los lugares más emblemáticos: caminar por la avenida Tiergarten desde la Columna de la Victoria hasta la Puerta de Brandeburgo, que alguna vez fue frontera entre dos mundos irreconciliables y hoy es símbolo de unidad; el Reichstag, con su cúpula de vidrio diseñada por Norman Foster, que invita a los ciudadanos a mirar desde arriba el Parlamento como metáfora de transparencia democrática; el museo del espionaje, donde además de aprender sobre curiosidades de la Guerra Fría pude jugar a esquivar lásers como hacen los ladrones de obras de arte; y el Memorial del Holocausto, un mar de bloques de hormigón que ahoga, aterra y obliga a perderse en un laberinto de silencio y reflexión. También recorrí la East Side Gallery, donde los restos del Muro del lado soviético se transformaron en lienzo de artistas que pintaron libertad, esperanza y reconciliación. Y claro, me traje un fragmento de aquel muro por solo 4 euros. Unos días después fuimos a Sachsenhausen, el campo de concentración Nazi más cercano a la capital alemana.

Pero mi mirada de diseñador gráfico me llevó inevitablemente hacia la Bauhaus, esa escuela que revolucionó el arte y la arquitectura moderna. Si bien fue fundada más al sur, en Weimar, en Berlín existen dos espacios ligados a ella: el Bauhaus-Archiv/Museum für Gestaltung en el 14 de la calle Klingelhöferstraße, diseñado por el mismísimo Walter Gropius, y la sede provisional ubicada en el 1 y 2 de Knesebeckstraße, cerca de Ernst-Reuter-Platz. Allí vivencié cómo la estética moderna había nacido de la idea de que el arte debía estar al servicio de la vida cotidiana. Esa filosofía me acompañó durante todo el viaje, como un recordatorio de que la creatividad puede salvar sociedades.

Al salir de la Bauhaus, tomé un colectivo rumbo al centro. Fue allí donde sentado en el primer asiento de la fila de la derecha apareció Bernard, un hombre de unos 70 años, cabello canoso y profundos ojos celestes que transmitían serenidad. Al vernos mirando mapas y hablando español atinó a asesorarnos de cómo movernos en una ciudad que conocía como la palma de su mano. Luego de enterarse que éramos de Argentina y entendiendo que nuestros idiomas serían un obstáculo, con un inglés impecable nos recomendó visitar la Ópera, porque aquella noche había entradas de “last minut” por sólo 2 euros. El trayecto de 40 minutos se convirtió en una lección de historia viva. Bernard había crecido en el lado occidental de Berlín. Nos relató que mientras en el Oeste prosperaban, sus familiares del Este sufrían carencias crecientes. Sin embargo, habían encontrado formas de comunicarse: cartas clandestinas enviadas a través de terceros, mensajes ocultos en paquetes y, desde 1971, las primeras líneas telefónicas directas entre Este y Oeste.

          Cuando era chico veía los tanques soviéticos pasar por la calle, por la puerta de mi casa. Era aterrador, pero en el Oeste nunca nos faltó nada. -Decía con un dejo de dolor-

-          ¿Y cómo hacían para hablar con los que habían quedado del otro lado? -esbocé en mi inglés básico pero sin titubear-

-          Había cartas que viajaban escondidas en paquetes, y más tarde tuvimos líneas telefónicas directas. Siempre encontrábamos la manera.

-          ¿Y qué se sintió cuando cayó el Muro?

-          Alegría pura. La gente corría, se abrazaba, lloraba. Fue como recuperar a la familia perdida.

Su relato me recordó escenas de Good Bye Lenin, donde la ficción muestra cómo la vida cotidiana en la RDA estaba marcada por la escasez y la vigilancia, pero también por la creatividad para mantener vínculos y esperanzas. Bernard nos dio su tarjeta para que le enviáramos la foto que nos sacamos en esa agradable e ilustrada charla.

Esa misma noche teníamos que encontrarnos con Antonio, un amigo de mi pareja que vivía en Berlin. Antonio era un uruguayo apasionado por el tango que organizaba milongas en la ciudad teutona. No fue fácil llegar a ese simple departamento del quinto piso de una zona residencial sin comercios, sin indicaciones. Pero allí llegamos. Se abrió ante nosotros un pedazo de Buenos Aires. De repente el dos por cuatro y las voces del Polaco Goyeneche y Julio Sosa sonaban ante unas ocho parejas que bailaban apasionadas. Allí estaba Antonio y su pareja, María, una alemana de unos 40 años, descendiente de migrantes del Este europeo. Una mujer de gestos sencillos y dulces, con un cabello negro y mirada penetrante. María nos abrió otra ventana al pasado. Luego de los saludos y abrazos de reencuentros, nos indicaron un lugar que seguramente estaba abierto en esa zona, la misma que una hora antes nos pareció que no tenía ni un local abierto.

No hubo dudas para el menú: Pizza. En pleno Berlín no había mejor comida para compartir una charla un poco en español otro poco en inglés que la clásica italiana. Ahí María nos contó que  había nacido en la Berlín oriental socialista, donde los juguetes eran un lujo inexistente. Sin embargo, gracias a la Fernsehturm, la torre de televisión inaugurada en 1969 en Alexanderplatz, podían captar señales del otro lado y saber lo que ocurría en el Oeste. Esa torre, construida por el régimen comunista como símbolo de poder y vigilancia, se convirtió paradójicamente en un puente de información.

María nos relató que tras la caída del Muro pudo estudiar arquitectura en la Bauhaus, cumpliendo un sueño que en su infancia parecía imposible. Algo que llevó a mi asombro e inmediata admiración: Por fin había conocido personalmente a alguien que había estudiado en “la escuela de escuelas”. Su historia era la contracara de Bernard: mientras él hablaba de prosperidad y libertad, ella recordaba carencias y control estatal. Pero ambos coincidían en la noche del 9 de noviembre de 1989, cuando los berlineses del Este rompieron con masas el muro; “Corrimos hacia el Oeste. Nos abrazamos con desconocidos, lloramos durante días. Fue como despertar de un sueño gris” dijo María mientras se le quebrantaba la voz. Hicimos silencio durante unos segundos. En ese instante entendí que la libertad no es un lujo, es la condición para que todo lo demás exista.

 

Esa charla fue toda una epifanía. Fue allí donde cayeron mis banderas. Fue entonces cuando comprendí de primera mano, relatada por dos desconocidos (y desconocidos entre sí) que no sabían nada de mí, de mis convicciones y que con total honestidad me relataron lo que vivieron. Uno, un señor mayor al que no le faltó nada. Otra, una mujer que de niña no tuvo nada. Entendí que más allá de sus discursos de igualdad o conspiraciones mediáticas o imperialistas, hay ideologías que habían generado pobreza, escasez, censura y represión. María hablab

a de colas interminables para conseguir alimentos, de juguetes que nunca llegaban, de la imposibilidad de viajar o elegir. Bernard, en cambio, relataba cómo en el Oeste había prosperidad, acceso a bienes, libertad de prensa, movilidad y que incluso había estado en Brasil de vacaciones en una oportunidad “cerca de ustedes”, dijo.

 

Las fotos de aquel día. A la izquierda Bernard, en la segunda foto a mi lado, María.

La comparación con mi país fue inevitable. Las políticas de control de precios que terminaban vaciando góndolas, el cepo al dólar que limita la libertad de ahorro y la impresión de moneda que condena a la inflación, la intervención de medios que busca uniformar el pensamiento infundades en idealistas leyes que eran un engaño: todo eso lo había visto reflejado en la vida que padeció María en la RDA. Y todo lo contrario lo había escuchado en Bernard, que vivió en un sistema donde la competencia, la innovación y la libertad individual generaban bienestar.

Ese escuchando a Bernard y a María entendí que la igualdad sin libertad es pobreza. Ese día entendí que la verdadera igualdad se logra garantizando oportunidades en un marco de libertad. Que el mundo libre, con sus imperfecciones e injusticias, ofrece mucho más que un sistema que promete justicia social, pero a la larga, entrega miseria.

Nunca volví a saber de Bernard ni de María. De hecho, Bernard nunca respondió aquel mail. Tal vez darme su tarjeta fue un gesto simbólico, como si su historia quedara suspendida en ese encuentro. Pero cada vez que pienso en Berlín, en sus calles cargadas de memoria, en la Bauhaus que me inspiró y en las historias que me regalaron, siento que ese viaje fue más que turismo: fue mi visita al oráculo, una lección de vida sobre igualdad, libertad y las contradicciones del socialismo y el capitalismo. Normalicemos cambiar de opinión cuando obtenemos nueva y mejor información.

Y cuando me preguntan por qué cambié de parecer, respondo con la frase que resume todo: No cambié, entendí.